Las flores son bellas, pero se quedan solo en eso, en la belleza. Los frutos quizás carecen de la misma, pero ayudan a nutrirse a la humanidad.
Me hacía esta reflexión pensando en el cristianismo que vivimos en el siglo XXI; este se diferencia demasiado del que los padres de la Iglesia y aquellos que veneramos en los altares por su santidad demostrada, nos han transmitido con su ejemplo y con su palabra.
He recordado estos días los discursos sobre el futuro de la Iglesia que nos proclamaba hace varias décadas el entonces Cardenal Ratzinger. Nos hablaba de una Iglesia de los pobres, sin estructuras, pequeña, sin grandes aspavientos, más radicalizada; de vuelta a las raíces.
La realidad estriba en que durante su Papado poco pudo o le dejaron hacer sobre este tema. Parece que los Papas, llenos de Espíritu y con excelentes intenciones, acaban amoldándose a las estructuras vaticanas y algo les impide actuar con completa libertad.
Al papa Francisco le está pasando un poco lo mismo. El busca los frutos y le cargamos de flores. Grandes encuentros tumultuarios en los que sintoniza extraordinariamente con los asistentes. En ellos se le permite hablar con libertad y trazar caminos de salvación. Luego, los ingenieros, los peritos y los peones camineros nos encargamos de hacer digo cuando dijimos Diego.
Estamos en época de flores. Lo malo es que pocas veces fructifican. Estimo que deberíamos propiciar, yo el primero, que presentáramos menos flores en búcaros más sencillos y más frutos que nacen del encuentro descarnado con Jesús del Evangelio.
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