UNA
MIRADA HUMANA SOBRE EL ABORTO
La
impactante noticia de una niña embarazada por su padrastro ha puesto
– equivocadamente – como centro del debate nacional, el aborto. Y
se puede decir equivocadamente porque en un contexto tan excepcional
y tan doloroso, es fácil que la opinión pública reaccione, por la
emocionalidad que despiertan estos casos, dejando fuera la serenidad
y la reflexión. La pérdida de ecuanimidad queda de manifiesto en el
sencillo hecho de que personas que pretenden escribir desde una
perspectiva jurídica, se atrevan a hablar de que a la niña que
sufre, se le niegue su derecho a abortar. Tal cual.
¿En
qué se puede fundar ese derecho, si la Constitución Política de la
República garantiza que “La ley protege la vida del que está por
nacer.”? (Art. 19º Nº 1) ¿Por qué va a ser un derecho abortar?
Por definición, derecho es lo justo, lo legítimo. Claramente,
legítimo no lo es, en tanto las leyes vigentes en Chile lo prohíben.
¿Es justo entonces? ¿Con qué concepto de justicia calza el hecho
de hacer víctima de la tortura y la muerte a una persona por nacer,
sin posibilidad de defenderse, y que no fue responsable del acto de
un padre brutal?
Un
principio elemental indica que se debe tener intimidad sexual con una
mujer sólo con su consentimiento. Pero hay un idealismo irracional
en no advertir que lo malo radica en que por la desigual condición
de fuerza de un hombre y una mujer lo que moralmente no se debe,
físicamente se puede, y de allí surge el acto ilícito. No ser
capaz de establecer esa distinción implica una frivolidad que por su
falta de seriedad casi no merece análisis, pero hay quienes lo
sostienen, y públicamente. Y no es de justicia hacer caer el castigo
de la ilicitud de ese acto en quien no lo causó. El embarazo forzado
es una injusticia que merece un castigo proporcional a la falta, pero
no sobre el inocente, independientemente de hacia dónde marchen las
modas legales en el mundo, por globalizados que estemos. El desborde
de la corrupción en muchos países, el número de ellos que son
rehenes de traficantes de drogas y sus cómplices; el caudillismo
barato y populista que cunde por muchos países, algunos muy próximos
deben alentar a revisar con más cuidado qué de la globalidad es
moralmente legítimo y qué una lacra que degrada las sociedades
matando a ciudadanos que potencialmente podrían enriquecernos con
los atributos que podrían traernos.
La
derivación tontamente superficial de que como no somos irracionales
la reproducción humana descansa en el sexo con amor, choca
frontalmente con el conocimiento más obvio de hasta dónde ha
llegado precisamente la separación entre ambos elementos que deben –
hay que insistir, deben – darse unidos, pero que la realidad de
mentalidades autodenominadas progresistas niegan. La Iglesia
Católica proclama esa unión entre sexo y amor, y la sostiene como
base de la familia. Pero no pierde de vista – porque lo ve en la
prensa, lo escucha en cualquier parte – que actualmente hay
posturas que repudian expresamente esa vinculación, considerándola
reaccionaria. Y surgen expresiones tan decadentes como fiestas
juveniles, y otras no tan juveniles, en las que la unión sexual
forma parte de un juego; o de uniones tras la primera cita, como
comedia yanqui, sin saber muy claramente el nombre de quien es la
fortuita pareja. ¿Hay amor en esas uniones? Si no la hay, ¿se
justifica abrir para las posibles concepciones surgidas de esas
aventuras la práctica rutinaria del aborto?
El
derecho sacrosanto de las mujeres a ser arquitectos de su destino,
¿debe negarse de raíz a aquellas que no han nacido, ni podrán
hacerlo porque fueron concebidas a espaldas del amor? ¿O ese derecho
sacrosanto sólo vale para las que pasaron el sorteo de haber sido
concebidas amorosamente, y no para las que, víctimas de la más
espantosa discriminación fueron exterminadas porque sus padres no se
amaron? ¿Quién califica si hubo amor en el acto de la concepción?
¿Sólo la madre, sólo el padre, ambos? ¿Qué ocurre si el padre –
no el violador detestable, sino que el esposo o la pareja estable –
cree que fue aceptado por amor, y resulta que la mujer ha sentido –
puede que legítimamente – que sólo hubo pasión? ¿Debe el padre
resignarse a que su hijo sea abortado por no hacer cargar a la mujer
con la que erradamente creyó compartir un momento de amor, con la
responsabilidad de portar al fruto del encuentro? ¿Alguien puede
desconocer que hay muchas relaciones sexuales que se producen
simplemente como resultado de la pasión, sin que el amor intervenga,
incluso aceptando esa realidad por la propia pareja? ¿En caso de
embarazo, también debe pagar el hijo el descontrol de los padres?
¿Bajo qué cargo?
Evidentemente
que el peso de llevar un embarazo no deseado, o directamente
aborrecido no es fácil de sobrellevar, e incluso puede ser una muy
pesada carga. Pero dura hasta que el hijo nazca, y – legislación
mediante – puede ser dado en adopción. Si alguien está dispuesto
a abortar, no parece una opción tan atroz entregar el niño a otros
padres que quieran cuidarlo y generar más vida y plenitud a quienes
lo reciben como hijo. Pero antes de eso, sigue abierta la realidad de
un largo camino, de meses, en que – en el caso de las violaciones,
concretamente – la muchacha o la mujer tienen que cargar con el
peso de un hecho del que fue víctima. Pero es la naturaleza humana,
obstinadamente débil, la causante de muchos castigos similares. ¿O
la niña que es atropellada por un conductor ebrio y que debe vivir
no unos meses, sino que setenta años en silla de ruedas es culpable
de haber sido arrollada? ¿O el muchacho que es inducido al consumo
de drogas y queda esclavo para siempre? ¿Y el que recibe una bala
loca y queda ciego o tetrapléjico, es culpable? ¿Y el que perdió
un hijo sin saber nunca más de su paradero, de qué es culpable? Así
el aborto no terminará con la atrocidad de la violación, pues la
atrocidad pasará a ser mayor.
La
raíz del problema está en que si el respeto a la vida no está
asegurado para todos, no está garantizado para nadie. Por muy
rimbombante y vocinglero que sea el lenguaje que se adopte en este
tema, parece que lo racional debe orientarse a buscar los medios de
no aumentar una injusticia con otra peor, y buscar los mecanismos
jurídicos, políticos e institucionales que aseguren a todas las
víctimas de estas circunstancias la mejor protección posible,
sencillamente, y no buscar la solución dictando sentencias de muerte
sin juicio previo.
Resulta
gratuito y nuevamente frívolo transferir a las religiones la
responsabilidad de la parte dolorosa de las conductas humanas, pero
es confundir al enemigo. No es la Iglesia Católica, ni son las
Iglesias Evangélicas las culpables de que haya hombres que no
respeten la dignidad, ni la delicadeza, ni la castidad de las
mujeres. Pareciera que es al revés. Y si del comportamiento brutal
de algunos hombres que no creen en la validez de las virtudes surge
una vida, no parece haber fundamento humanista suficiente para
considerar que el castigo al padre sea matar al hijo. Claro que la
madre lo pasa más mal. De eso no cabe duda. Pero esa falta de
simetría en las relaciones entre hombres y mujeres es la expresión
extrema de una condición que forma parte de la realidad humana,
contra la cual hay que luchar en todas las instituciones para
atenuarla en lo que sea posible, pero que no se resuelve sino
proclamando una y otra vez que la unión del hombre y la mujer debe
ser la imagen sensible del amor.
Pero
esto no se da gratis. ¿Cuánto se gasta en formación de valores
actualmente? ¿Cuántas veces se declara solemnemente que el sexo sin
amor y sin responsabilidades es una forma errada de entender la
afectividad humana? ¿En qué parte de las propuestas del Estado a
los jóvenes va la oferta de enseñarles disciplina sexual?
Creemos
que la tragedia de la que hoy el país es testigo debe, como en otras
similares, invitarnos a reflexionar y discutir, pero en serio, acerca
de la naturaleza humana, de la forma en que se debe vivir la
sexualidad, y de sus complejidades. Pero también nos debe llamar con
más fuerza aún a defender la vida, de toda vida humana. No sabemos
si el hijo del acto que unánimemente repudiamos, puede llegar a ser
el jurista que diseñe instrumentos eficaces para defender otras
potenciales víctimas de actos similares. Si lo matamos ahora, no lo
sabremos nunca.
Consejo
Diocesano de Laicos.
Diócesis
de Rancagua
Rancagua,
22 de julio de 2013.
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