lunes, 22 de julio de 2013

- CDL Rancagua: una mirada humana sobre el aborto.-

UNA MIRADA HUMANA SOBRE EL ABORTO






La impactante noticia de una niña embarazada por su padrastro ha puesto – equivocadamente – como centro del debate nacional, el aborto. Y se puede decir equivocadamente porque en un contexto tan excepcional y tan doloroso, es fácil que la opinión pública reaccione, por la emocionalidad que despiertan estos casos, dejando fuera la serenidad y la reflexión. La pérdida de ecuanimidad queda de manifiesto en el sencillo hecho de que personas que pretenden escribir desde una perspectiva jurídica, se atrevan a hablar de que a la niña que sufre, se le niegue su derecho a abortar. Tal cual.

¿En qué se puede fundar ese derecho, si la Constitución Política de la República garantiza que “La ley protege la vida del que está por nacer.”? (Art. 19º Nº 1) ¿Por qué va a ser un derecho abortar? Por definición, derecho es lo justo, lo legítimo. Claramente, legítimo no lo es, en tanto las leyes vigentes en Chile lo prohíben. ¿Es justo entonces? ¿Con qué concepto de justicia calza el hecho de hacer víctima de la tortura y la muerte a una persona por nacer, sin posibilidad de defenderse, y que no fue responsable del acto de un padre brutal?

Un principio elemental indica que se debe tener intimidad sexual con una mujer sólo con su consentimiento. Pero hay un idealismo irracional en no advertir que lo malo radica en que por la desigual condición de fuerza de un hombre y una mujer lo que moralmente no se debe, físicamente se puede, y de allí surge el acto ilícito. No ser capaz de establecer esa distinción implica una frivolidad que por su falta de seriedad casi no merece análisis, pero hay quienes lo sostienen, y públicamente. Y no es de justicia hacer caer el castigo de la ilicitud de ese acto en quien no lo causó. El embarazo forzado es una injusticia que merece un castigo proporcional a la falta, pero no sobre el inocente, independientemente de hacia dónde marchen las modas legales en el mundo, por globalizados que estemos. El desborde de la corrupción en muchos países, el número de ellos que son rehenes de traficantes de drogas y sus cómplices; el caudillismo barato y populista que cunde por muchos países, algunos muy próximos deben alentar a revisar con más cuidado qué de la globalidad es moralmente legítimo y qué una lacra que degrada las sociedades matando a ciudadanos que potencialmente podrían enriquecernos con los atributos que podrían traernos.

La derivación tontamente superficial de que como no somos irracionales la reproducción humana descansa en el sexo con amor, choca frontalmente con el conocimiento más obvio de hasta dónde ha llegado precisamente la separación entre ambos elementos que deben – hay que insistir, deben – darse unidos, pero que la realidad de mentalidades autodenominadas progresistas niegan. La Iglesia Católica proclama esa unión entre sexo y amor, y la sostiene como base de la familia. Pero no pierde de vista – porque lo ve en la prensa, lo escucha en cualquier parte – que actualmente hay posturas que repudian expresamente esa vinculación, considerándola reaccionaria. Y surgen expresiones tan decadentes como fiestas juveniles, y otras no tan juveniles, en las que la unión sexual forma parte de un juego; o de uniones tras la primera cita, como comedia yanqui, sin saber muy claramente el nombre de quien es la fortuita pareja. ¿Hay amor en esas uniones? Si no la hay, ¿se justifica abrir para las posibles concepciones surgidas de esas aventuras la práctica rutinaria del aborto?

El derecho sacrosanto de las mujeres a ser arquitectos de su destino, ¿debe negarse de raíz a aquellas que no han nacido, ni podrán hacerlo porque fueron concebidas a espaldas del amor? ¿O ese derecho sacrosanto sólo vale para las que pasaron el sorteo de haber sido concebidas amorosamente, y no para las que, víctimas de la más espantosa discriminación fueron exterminadas porque sus padres no se amaron? ¿Quién califica si hubo amor en el acto de la concepción? ¿Sólo la madre, sólo el padre, ambos? ¿Qué ocurre si el padre – no el violador detestable, sino que el esposo o la pareja estable – cree que fue aceptado por amor, y resulta que la mujer ha sentido – puede que legítimamente – que sólo hubo pasión? ¿Debe el padre resignarse a que su hijo sea abortado por no hacer cargar a la mujer con la que erradamente creyó compartir un momento de amor, con la responsabilidad de portar al fruto del encuentro? ¿Alguien puede desconocer que hay muchas relaciones sexuales que se producen simplemente como resultado de la pasión, sin que el amor intervenga, incluso aceptando esa realidad por la propia pareja? ¿En caso de embarazo, también debe pagar el hijo el descontrol de los padres? ¿Bajo qué cargo?

Evidentemente que el peso de llevar un embarazo no deseado, o directamente aborrecido no es fácil de sobrellevar, e incluso puede ser una muy pesada carga. Pero dura hasta que el hijo nazca, y – legislación mediante – puede ser dado en adopción. Si alguien está dispuesto a abortar, no parece una opción tan atroz entregar el niño a otros padres que quieran cuidarlo y generar más vida y plenitud a quienes lo reciben como hijo. Pero antes de eso, sigue abierta la realidad de un largo camino, de meses, en que – en el caso de las violaciones, concretamente – la muchacha o la mujer tienen que cargar con el peso de un hecho del que fue víctima. Pero es la naturaleza humana, obstinadamente débil, la causante de muchos castigos similares. ¿O la niña que es atropellada por un conductor ebrio y que debe vivir no unos meses, sino que setenta años en silla de ruedas es culpable de haber sido arrollada? ¿O el muchacho que es inducido al consumo de drogas y queda esclavo para siempre? ¿Y el que recibe una bala loca y queda ciego o tetrapléjico, es culpable? ¿Y el que perdió un hijo sin saber nunca más de su paradero, de qué es culpable? Así el aborto no terminará con la atrocidad de la violación, pues la atrocidad pasará a ser mayor.

La raíz del problema está en que si el respeto a la vida no está asegurado para todos, no está garantizado para nadie. Por muy rimbombante y vocinglero que sea el lenguaje que se adopte en este tema, parece que lo racional debe orientarse a buscar los medios de no aumentar una injusticia con otra peor, y buscar los mecanismos jurídicos, políticos e institucionales que aseguren a todas las víctimas de estas circunstancias la mejor protección posible, sencillamente, y no buscar la solución dictando sentencias de muerte sin juicio previo.

Resulta gratuito y nuevamente frívolo transferir a las religiones la responsabilidad de la parte dolorosa de las conductas humanas, pero es confundir al enemigo. No es la Iglesia Católica, ni son las Iglesias Evangélicas las culpables de que haya hombres que no respeten la dignidad, ni la delicadeza, ni la castidad de las mujeres. Pareciera que es al revés. Y si del comportamiento brutal de algunos hombres que no creen en la validez de las virtudes surge una vida, no parece haber fundamento humanista suficiente para considerar que el castigo al padre sea matar al hijo. Claro que la madre lo pasa más mal. De eso no cabe duda. Pero esa falta de simetría en las relaciones entre hombres y mujeres es la expresión extrema de una condición que forma parte de la realidad humana, contra la cual hay que luchar en todas las instituciones para atenuarla en lo que sea posible, pero que no se resuelve sino proclamando una y otra vez que la unión del hombre y la mujer debe ser la imagen sensible del amor.

Pero esto no se da gratis. ¿Cuánto se gasta en formación de valores actualmente? ¿Cuántas veces se declara solemnemente que el sexo sin amor y sin responsabilidades es una forma errada de entender la afectividad humana? ¿En qué parte de las propuestas del Estado a los jóvenes va la oferta de enseñarles disciplina sexual?

Creemos que la tragedia de la que hoy el país es testigo debe, como en otras similares, invitarnos a reflexionar y discutir, pero en serio, acerca de la naturaleza humana, de la forma en que se debe vivir la sexualidad, y de sus complejidades. Pero también nos debe llamar con más fuerza aún a defender la vida, de toda vida humana. No sabemos si el hijo del acto que unánimemente repudiamos, puede llegar a ser el jurista que diseñe instrumentos eficaces para defender otras potenciales víctimas de actos similares. Si lo matamos ahora, no lo sabremos nunca.



Consejo Diocesano de Laicos.
Diócesis de Rancagua



Rancagua, 22 de julio de 2013.

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